EDUCADOR SOCIAL 2050
Año 2050.
El aire todavía huele a metal, debido a las torres de energía que ahora están repartidas por cada rincón de las ciudades, aunque ya casi nadie le echa cuenta. Las calles están llenas de pantallas flotantes, anuncios interactivos que se aparecen ante ti como un holograma y drones que reparten cartas y citaciones del gobierno. También hay un muro, frente a mi casa, donde la gente deja sugerencias o folios pegados quejándose de lo que no les gusta de la sociedad, porque ya nadie se manifiesta en las calles.
Estoy tan acostumbrada a levantarme temprano que, para cuando suena la alarma a las 6:30, yo ya estoy duchada y desayunada. Me pongo con rapidez el uniforme que suelo llevar de lunes a jueves: un pantalón de traje blanco, una camisa celeste y unos tacones bajos a juego. No es algo práctico, pero nos hace parecer impolutos y accesibles a la vez.
Trabajo como educadora social en uno de los sectores principales de la ciudad, el 2B. No es el mejor ni el más importante, pero es un logro trabajar allí si llevas trabajando tan poco tiempo como yo. Ah, no lo he dicho, cierto. Hace años que las ciudades están divididas por sectores, según número y letra; desde el más importante y rico, el 1A; hasta el más pobre, el 1D. Hay diez en total, repartidos según la tasa de mortalidad y riqueza.
Mi jornada empieza con una chica del centro, Mika. Mika sufre de estrés postraumático desde que cerraron su barrio por sorpresa y derrumbaran su casa delante de sus ojos. Ahora es bastante común hacer tales cosas, con el objetivo de lograr ascender al sector 1A. Me cuenta como se ha sentido esta semana y que le gustaría encontrar un piso más adecuado para ella que el que el gobierno le ha entregado. Yo la escucho, aunque eso parece algo fuera de lo común en esta sociedad, y le ayudo a hacer una lista de lugares en los que se pueda quedar con mi libreta digital.
Después le llega el turno a Kael, un chaval de trece años que quiere entrar en la EITE, la Escuela Intersectoral de Tecnologías y Educación. Malik tiene tanto problemas como talento; sus padres, que vinieron huyendo del sector 4C, el segundo más pobre, por miedo a una enfermedad contagiosa, no tienen papeles y no pueden matricularlo en la escuela. Además, no tiene ordenador ni libreta digital. ç
Lleva semanas acudiendo al centro cada tarde, arreglando tablets antiguas que otros tiran a la basura, inventando códigos para juegos educativos y enseñando a otros niños. Lo prometo que esta semana pediría una revisión de su expediente, aunque sé que las probabilidades de que el sistema escuche son pocas.
Luego llega Marisol, una mujer de 50 años que no tiene trabajo porque nadie o casi nadie la contrata por su edad; Ramiro, recién despedido de 20 años, Gabriela, Noah...
Una vez que he acabado con la lista, que a veces me parece interminable, apago la libreta digital y las luces, para después cerrar el centro. En el camino de vuelta a casa, paso frente al muro de las quejas. Hoy hay una hoja que dice: "No somos datos. Somos personas.”
Me detengo un momento, sin decir nada, y saco del bolso un rotulador. Justo debajo de esa frase, escribo: “Y mientras alguien nos escuche, no estamos perdidos.”
Después sigo caminando, hasta mañana, que volveré al centro como cada semana.
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